Un crítico de la política exterior estadounidense escribe que no hay rival que compita con la fortaleza militar y económica de Estados Unidos, y eso tiene consecuencias terribles para el mundo.
POR NOAM CHOMSKY
Este comentario por-invitación es parte de una serie escrita por eruditos globales sobre el futuro del poder estadounidense, examinando las fuerzas que forjan la situación del país ante el mundo.
En octubre de 2001, pocas semanas después de los ataques del 11 de septiembre, Abdul Haq, quizás la persona más venerada en la resistencia antitalibán de Afganistán, fue entrevistado por Anatol Lieven, uno de los principales especialistas sobre la región. Abdul Haq, condenó amargamente la invasión, la cual reconoció que mataría a muchos afganos y socavaría los esfuerzos por derrocar al Talibán desde adentro. Dijo que “EEUU está tratando de demostrar su músculo, lograr una victoria y atemorizar a todos en el mundo. No les importa el sufrimiento de los afganos ni cuánta gente perderemos”.
Pues sucede que no estaba muy lejos de la doctrina de Donald Rumsfeld, en ese momento secretario de defensa estadounidense, cuando el Talibán ofreció rendirse en 2001, una posición ahora admitida, 20 años muy tarde. Si había razón para arrestar a Osama bin Laden (lo cual no era obvio – sólo era un sospechoso en ese momento), el procedimiento correcto habría sido una acción policial, probablemente con cooperación del Talibán: ellos querían deshacerse de él. Pero Estados Unidos tenía que mostrar su fuerza – de la misma manera en la cual lo ha estado haciendo en semanas recientes con incursiones de su marina al mar del sur de China. Se repite una y otra vez, hay poco nuevo en la historia imperial.
Evaluar el futuro del poder estadounidense es algo altamente incierto. La pregunta podría quedar sin relevancia. No hay que esconder que el mundo está lanzado hacia el desastre. Si el partido Republicano vuelve al poder, las posibilidades de lograr políticas ecológicas responsables se verán profundamente reducidas. Pero asumiendo lo mejor, podemos al menos identificar los principales factores sobre los cuales se basa el poder estadounidense, como por ejemplo la situación del orden global, la trayectoria de ese poder y las justificaciones presentadas para defender los actos de Estados Unidos.
Veamos primero el sistema internacional. El desequilibrio en poder militar es tan extremo que es poco necesario comentarlo. Estados unidos aumentó su gasto militar en 2020 en $778 mil millones, comparado con un incremento de China de $252 mil millones, según SIPRI, un instituto independiente que contabiliza dichos gastos. En cuarto lugar, por debajo de la India, esta Rusia con $62 mil millones. Estados Unidos se distingue porque no tiene riesgos de seguridad creíbles, aparte de los alegatos de amenazas en las fronteras de sus adversarios, las cuales se enfrentan a armas nucleares activas en algunas de las ochocientas bases militares de Estados Unidos alrededor del mundo (China tiene una sola base extraterritorial, en Yibuti).
Una consecuencia de esta locura – en un mundo desesperadamente corto de fondos para necesidades urgentes – es la contribución sustancial a la destrucción ambiental. Un estudio reciente demuestra que las fuerzas armadas estadounidenses son “uno de los principales contaminadores de la historia, consumiendo más combustibles líquidos y emitiendo más gases de los que provocan el cambio climático que la mayoría de los países medianos”.
El poder también tiene dimensiones económicas. Luego de la segunda guerra mundial, Estados Unidos representaba un 40% del PIB global, una preponderancia que inevitablemente se redujo. Pero como ha observado el economista político de la City University of London, Sean Starrs, en un mundo globalizado las cuentas nacionales no son el único barómetro de poder económico. Su trabajo investigativo en 2014 demostró que las multinacionales estadounidenses tienen cuotas de rentabilidad superiores al 50% en muchos sectores empresariales y representan la principal (o al menos la segunda) empresa más grande en la mayoría de los sectores; mientras otras están muy por detrás de esas.
Otra dimensión del poder nacional es “poder leve”. En esto los estadounidenses han bajado seriamente, mucho antes de que el presidente Donald Trump golpeara tan duro la reputación del país. Aún bajo el presidente Bill Clinton, importantes politólogos reconocieron que la mayor parte del mundo veía a Estados Unidos como el “principal estado criminal” del mundo y “la mayor amenaza externa para sus sociedades” (así lo describieron respectivamente Robert Jervis y Samuel Huntington). En los años en los cuales fue presidente Barack Obama, las encuestas internacionales determinaron que Estados Unidos era considerado la principal amenaza para la paz mundial, y que no tenía rivales cercanos.
Estas fuentes de poder pueden evaluase en casos individualizados. Europa acepta las sanciones estadounidenses a Irán sólo por miedo a ser expulsada del sistema financiero global que se maneja desde Nueva York. El mundo acepta la tortura estadounidense de Cuba derivada de su negativa a levantar el bloqueo económico, a pesar de condenarlo casi unánimemente (un voto de 184 a dos en las Naciones Unidas en junio). “Un respeto decente a las opiniones de la humanidad”, según se estipula en la Declaración de Independencia de Estados Unidos, fue descartado hace tiempo, junto con sentimentalismos como la constitución de la ONU. La capacidad para imponer sanciones que otros deben aceptar es otra dimensión de poder en la cual Estados Unidos es líder supremo.
¿Un orden basado en reglas?
Si vemos la trayectoria del poder estadounidense, sus facetas clave son reconocibles. Desde su fundación, Estados Unidos no ha tenido prácticamente un solo año en el cual no haya utilizado la violencia. Tan pronto como el yugo británico fue removido, las colonias liberadas “se concentraron en talar tanto árboles como indígenas y ampliar sus fronteras” – para defenderse, nos asegura Thomas Bailey en su “Historia Diplomática del Pueblo Estadounidense” (Prentice Hall 1940). En paralelo, Estados Unidos adquirió la mitad de México en una de las más “macabras guerras” de la historia (en palabras del general y presidente Ulysses S. Grant). Las fronteras naturales fueron redondeadas con el robo de Hawái a sus habitantes por la fuerza y el engaño.
El poder estadounidense se extendió hacia Asia con la conquista primero de las Filipinas en una inmensa masacre. Los años siguientes registran una constante intervención, a menudo con bestialidad extrema (como ocurrió en Haití bajo el presidente Woodrow Wilson), la cual muchas veces dejó un amargo legado en esos sitios.
Hay puntos de inflexión. Uno ocurrió en 1945. En febrero Estados Unidos avanzó aún más la doctrina Monroe (la cual advertía a los poderes europeos que no se involucraran en América Latina) al imponer un Tratado Económico de las Américas. Se oponía a la “filosofía del nuevo nacionalismo” la cual “adopta políticas diseñadas a lograr una distribución más amplia de los recursos y mejorar el nivel de vida de las masas”, según un funcionario del gobierno estadounidense – una herejía que llegaba hasta la idea de que “los primeros beneficiados del desarrollo de los recursos de un país deberían ser los ciudadanos de ese país” (no los inversionistas foráneos), en palabras de un funcionario del Departamento de Estado.
Eso era totalmente incongruente con el denominado “orden internacional basado en reglas” que Estados Unidos estaba estableciendo y ha defendido vigorosamente contra los “regímenes radicales y nacionalistas” que son el principal enemigo, según enfatizan documentos anteriormente clasificados del gobierno y según afirma la historia.
Otro punto de inflexión se dio hace sesenta años cuando el presidente John F. Kennedy aumentó fuertemente el ataque contra Vietnam iniciado por el presidente Truman y ampliado por el presidente Eisenhower (mientras se tomaba un descanso de su trabajo para reemplazar los regímenes parlamentarios de Irán y Guatemala con dictaduras brutales). Kennedy también ordenó secretamente una guerra terrorista contra Cuba que culminara en una insurrección y una invasión estadounidense – planificada para octubre 1962, el mes de la crisis de los misiles, la cual llevó al mundo cerca del máximo desastre ya que los misiles rusos habían sido enviados en parte para defender la isla.
Una de sus decisiones con mayores consecuencias en 1962 fue cambiar la misión de las fuerzas militares en América Latina desde la anacrónica “defensa hemisférica” hacia la “seguridad interna”. Eso llevó a una horrenda plaga de represión en el hemisferio que culminó en las guerras asesinas de Ronald Reagan en Centroamérica, las cuales todavía resuenan en los torturados países y en el continuo flujo de refugiados que buscan escapar de la desolación.
El tercer elemento del poder estadounidense es su autojustificación. El espeluznante historial descrito hasta ahora es una mínima muestra. Ese historial es a veces reconocido parcialmente, y deplorado, por algunos de quienes lo defienden a regañadientes. En el extremo izquierdo, liberal de planificación de políticas, el experto del presidente Jimmy Carter para América Latina, Robert Pastor, explicó en un estudio académico la razón por la cual la administración debía apoyar al régimen asesino de Somoza en Nicaragua. “Estados Unidos no quería controlar a Nicaragua ni a las demás naciones de la región, pero tampoco quería que los eventos se salieran de control. Quería que los nicaragüenses actuaran independientemente, excepto cuando hacerlo tuviera un efecto adverso sobre los intereses de EEUU”.
Esa es una evaluación justa, desde los días en los cuales se “talaban indígenas”, y no pude decirse que no sea normal en los anales de la violencia imperial. Puesto que no han cambiado las instituciones o la cultura de la clase política, la trayectoria y la situación actual del poder global proveen un indicativo de lo que uno puede anticipar sobre el futuro del poder estadounidense.
Mucho depende, claro está, de los cambios que puedan ocurrir en el mundo. ¿Logrará Europa alcanzar su potencial como fuerza civilizadora, revirtiendo la reacción a la grave crisis de hace casi un siglo, cuando Europa sucumbió al fascismo y el Nuevo Acuerdo de Roosevelt sentó las bases para la democracia social?
Crisis, remedios y acción
Ahora el mundo es distinto. El señor Trump ha obtenido brillantemente acceso a venenos subyacentes de la sociedad estadounidense, preparando un potaje tóxico que podría destruir al país. El partido del cual ahora es dueño sigue su largo descenso hacia el proto-fascismo. Si se mantiene esa tendencia, el cambio vivido por la década de 1930 será una ironía cruel, particularmente aguda para quienes enmarcará la vida. Y será devastador para el mundo, debido al poder estadounidense.
El enfoque de la preocupación bipartidista es la amenaza de China. Al evaluarla, es útil ser cuidadosos. La histeria por el “peligro amarillo” es de larga data y es fácil de invocar. Por ejemplo, más de un tercio de los estadounidenses cree que “el coronavirus fue desarrollado por el gobierno chino como un arma biológica”, esto según el Centro Annenberg, el cual dice que “no existen evidencias” que apoyen ese punto de vista.
Y aparte de China, el exagerar radicalmente las amenazas es la norma. Es prominente en los documentos internos más importantes, como el NSC-68, una normativa de políticas redactado por los departamentos de estado y defensa en 1950, con desvaríos lunáticos sobre el “diseño fundamental… [del] estado de esclavitud”, el enemigo soviético, y su “compulsión” por ganar “autoridad absoluta sobre el resto del mundo”. George Kennan y otros analistas con sindéresis fueron jubilados junto con funcionarios expertos en China. No queremos revivir esa experiencia.
El creciente poderío de China es algo real, y a veces es utilizado de manera muy fea. Pero, ¿amenazan sus crímenes a Estados Unidos? La represión interna es severa pero no es una amenaza internacional mayor que muchas otras atrocidades, incluyendo algunas a las cuales Estados Unidos podría poner fin rápidamente en vez de acelerarlas: por poner un ejemplo, citemos la tortura brutal de dos millones de personas en el cerco israelí de Gaza con apoyo estadounidense.
En el mar del sur de China, China actúa en violación del derecho internacional – aunque Estados Unidos, por haberse rehusado a ratificarlo (el Convenio de la ONU para la ley de los mares), no está en una posición muy fuerte para objetar. La respuesta correcta a las violaciones de China no debe ser un peligroso despliegue de fuerza, sino la diplomacia y la negociación lideradas por los estados de la región más afectados directamente. Lo mismo aplica a otros conflictos.
Las crisis que amenazan al mundo no tienen fronteras. El futuro de Estados Unidos, y del mundo, depende de la cooperación entre Estados Unidos y China en una sociedad global de internacionalismo genuino. Pero eso es demasiado obvio como para tener que debatirlo.
Hay remedios reconocidos y factibles para cada una de las crisis que el mundo enfrenta. Un público organizado y movilizado puede hacer frente a los centros de poder privados y estadales que guían la carrera hacia el abismo en búsqueda de intereses de corto plazo, y pueden obligar a los gerentes de políticas a implementar soluciones. No es una nueva lección de la historia. Hoy en día, con el calentamiento global y la amenaza de guerra nuclear, no puede haber más retrasos.
Una vez que nos aislemos de la tendencia a pensar que “somos excepcionales” y veamos los temas más universalmente, empezaremos a aplicarnos los mismos parámetros que aplicamos a los demás. (En realidad en términos morales deberíamos aplicarnos un estándar aún mayor, pero dejemos eso a un lado). ¿Qué razón hay para darnos un trato diferente al de los demás? Cuando nos hacemos esa pregunta, el mundo adquiere una apariencia muy distinta.
Noam Chomsky es lingüista y profesor emérito del Massachusetts Institute of Technology. Ha escrito más de 150 libros, muchos de ellos sobre la política exterior estadounidense.
Este artículo es una traducción del original en inglés publicado en la revista The Economist el 24 de septiembre de 2021. Si desea puede leer el artículo original aquí.