
Llevo más de 20 años dedicándome al periodismo y todavía no logro entender cómo se reporta la masacre de niños en una escuela. ¿Qué palabras debo usar? ¿Cómo evito el guión al que nos hemos acostumbrado cada vez que ocurre una tragedia así? ¿Quién o quiénes son los responsables de toda esta violencia? Y lo más importante, ¿Cómo evitamos que esto vuelva a pasar? Desde la masacre de Columbine en 1999, más de 300 mil estudiantes han experimentado algún tipo de violencia armada en escuelas de Estados Unidos y no hay ninguna señal de que lo ocurrido en Uvalde, Texas, vaya a detener esto.
Empiezo por los hechos. El martes pasado, un joven identificado como Salvador Ramos de 18 años irrumpió en la escuela primaria Robb en la ciudad de Uvalde, Texas en donde asesinó a 21 personas, entre ellas 19 niños. El agresor utilizó un rifle y una pistola, además de docenas de municiones adquiridas legalmente. Antes de llegar a la escuela Robb, en donde fue abatido por la policía, Ramos había asesinado a su abuela.
Para consignar los hechos hay palabras que he decidido no utilizar. No son “tiroteos”, son ejecuciones. Los agresores irrumpen en las escuelas con armas de alto calibre y cientos de municiones con el objetivo de matar a la mayor cantidad de niños posible. No les “disparan”, los “destruyen” porque las armas a las que tienen acceso irrestricto estos asesinos son tan poderosas que las familias deben aportar ADN para identificar a sus seres queridos. No es “una tragedia más”, son 19 niños inocentes que estaban riendo, jugando y aprendiendo en un lugar al que sus padres los mandaron sin imaginar que algo así podría ocurrir.

Cuando hablo con los familiares de niños asesinados en estas masacres su dolor más profundo es no haber estado con ellos en esos últimos minutos, no haberlos protegido cuando sienten que más los necesitaban. Algo de lo que rara vez se habla en los reportes de noticias son las cicatrices que dejan estos hechos en las personas que sobreviven la tragedia: compañeros, familiares, amigos, rescatistas, la comunidad entera.
Tampoco se habla mucho del doloroso proceso de identificación, la peor pesadilla de cualquier padre. Me ha tocado ser testigo de esto en Newtown, en el club Pulse de Orlando, en la preparatoria de Parkland y en Las Vegas. La angustia empieza minutos después de lo sucedido: mensajes de texto, llamadas de otros padres angustiados, redes sociales, noticias, rumores y caos. Cuando no logran establecer contacto con sus hijos o sus maestros, los padres corren a la escuela en búsqueda de respuestas. Ahí ven cómo se reúnen algunas familias y así mantienen la esperanza de correr con la misma suerte. Cuando comienzan a quedarse solos, sin noticias de los suyos, comienza el sufrimiento. Luego la confirmación y las reacciones que pueden escucharse a varios metros de distancia. Dolor crudo.
Llevo más de 20 años dedicándome al periodismo y todavía no logro entender cómo se reporta la masacre de niños en una escuela. La clase política en Estados Unidos ha sido incapaz de enfrentar a los grupos de interés que prohíben cualquier modificación a la ley que busque regular con efectividad la venta de armas y municiones. La reacción de nuestros líderes es copy-paste. No los elegimos para que ofrezcan “pensamientos y oraciones” sino para que actúen gobernando y protegiendo a nuestros niños. La politización de estas tragedias solo sirve para normalizarlas. Si como dice la novelista Min Jin Lee: “Nuestros cuerpos no están diseñados para absorber y procesar tanta violencia, pérdida y muerte”, la única forma de sanar es poniéndole fin a esta locura. Estamos más allá de la indignación y los gestos vacíos de solidaridad. Sin una solución que arroje resultados tangibles, esta epidemia de violencia amenaza con consumirnos como sociedad.
No quiero terminar de escribir sin reconocer una lección importante en estos 20 años de periodismo en los que he cubierto demasiadas tragedias. La historia no está en la discusión abstracta y removida del sufrimiento humano, sino en los arcos individuales de las vidas perdidas. En las 21 formas de reír, de jugar y de amar que se perdieron en Uvalde. En 21 abrazos y besos que quedan pendientes en esas familias y dejan un vacío imposible de llenar.