La adicción a los teléfonos inteligentes, las guerras culturales y las bajas tasas de natalidad son subproductos de la riqueza.
Las evidencias son fuertes, aunque no del todo concluyentes, de que los teléfonos inteligentes dañan a los niños y, en particular, a las niñas. Los gobiernos deberían implementar al menos algunas de las restricciones legales propuestas en The Anxious Generation, de Jonathan Haidt.
Pero tomémonos un momento para saborear el milagro secular que se nos presenta. El pánico por los teléfonos inteligentes existe porque somos lo suficientemente avanzados para haber inventado tal dispositivo, lo suficientemente ricos para que la mayoría de las personas puedan permitirse uno y, sobre todo, tan aislados de los problemas de vida o muerte, que los adolescentes tristes son noticia. La adicción a las pantallas es una enfermedad. Pero una enfermedad del éxito.
En ese sentido, es una parábola para Occidente, donde la vida puede ser demasiado buena para nuestro propio bien. Consideremos otro problema que ha sido tratado por Haidt: las guerras culturales. ¿Dónde tomó fuerza el llamado movimiento woke o del despertar? En EEUU, más o menos la nación más rica de la Tierra. ¿Cuándo? En la expansión económica entre el colapso financiero de 2008 y la pandemia de 2020.
Protocolos de pronombres, derribamiento de estatuas: esto es lo que sucede cuando el cerebro no tiene a dónde ir, ninguna crisis material que resolver o sobre la cual preocuparse. Si el despertar es el aullido de los desposeídos, ¿por qué no tomó fuerza en el sur de Europa después de la crisis del euro? ¿Por qué las minorías de EEUU no están todas convencidas de ello? Al final, es un dogma de ganadores. Es un código de “enterados”.
Describir algo como un problema de éxito no es minimizarlo. Todo lo contrario. Los problemas de éxito son más difíciles de solucionar porque, casi por definición, no querrías eliminar las causas subyacentes de ellos. La respuesta más efectiva a la guerra cultural es, después de todo, "inducir una depresión económica".
Bajo el mismo principio, la respuesta más efectiva a las bajas tasas de natalidad es "deshacer la modernidad". Los padres ya no necesitan tener tres hijos para asegurar que uno sobreviva. La medicina se ha encargado de eso. Ni siquiera necesitan tener uno como una fuente de ingresos de apoyo en la vejez. Las pensiones estatales se han encargado de eso. Más personas tienen acceso al control de natalidad y menos son lo suficientemente creyentes o religiosos como para creer que usarlo es un boleto al infierno. De algo precioso (la Ilustración), algo sombrío (declive demográfico).
Y aún con esto, el desplome de la natalidad no es el problema último del éxito. No, ese es el populismo. La mejor explicación para el extraño giro en la política durante la última década es demasiado éxito, durante demasiado tiempo. Pocos votantes en Occidente pueden recordar la última vez que elegir a un demagogo llevó a la ruina total de la sociedad (los años 1930).
¿El resultado? Una disposición a tomar riesgos con su voto, como un banco que ha olvidado la última crisis, comienza a tomar riesgos con su balance. Lo que el economista Hyman Minsky dijo de las crisis financieras, aquello de que la estabilidad engendra inestabilidad, podría ser el lema de la política moderna también.
El desafío es persuadir a los intelectuales occidentales de esto. Socialdemócratas en sus prejuicios, la mayoría continúa creyendo que un votante contrario al establishment debe ser un perdedor económico. Es una cuenta desesperada de la última década.
El avance populista más importante, Donald Trump en 2016, ocurrió en un país superrico que vivía el séptimo año de su más reciente expansión económica. La campaña del Brexit ganó en la mayoría de los condados acomodados de Inglaterra. El populismo no es, o al menos no únicamente, el resultado de la escasez. No se puede solucionar a través de una riqueza mayor o mejor distribuida. De hecho, en la medida en que libera a las personas para ser temerarias con su voto, el confort material podría empeorar las cosas.
Frente a problemas de fracaso —enfermedad, analfabetismo, desempleo masivo—, las élites occidentales son supremamente capaces. Cuando se trata de incluso comprender problemas de éxito, menos aún. Noten que, al discutir sobre inteligencia artificial, se centran en el desafío de la escasez (¿Qué pasa si todos los trabajos desaparecen?) y no en el desafío de la abundancia (¿Qué harán las personas con todo ese ocio?).
Si los teléfonos inteligentes fueron suficientes para causar una ola de neurosis, imaginen un mundo sin trabajo, esa rara fuente de estructura y significado en la era secular.
Es una percepción conservadora, supongo, que si cambias una cosa sobre la sociedad, incluso para mejor, no cuentes con que el resto permanezca igual. La modernidad —un mundo en el que la mayoría de las personas viven en ciudades, tienen libertad frente a los clérigos y se comunican a grandes distancias a bajo costo— llegó hace unos cinco minutos en la historia de la civilización.
El crecimiento económico en sí mismo fue un fenómeno casi desconocido en los tres milenios antes de 1750. Sería extraño si tal cambio abrupto y profundo no hubiera tenido algunas consecuencias no intencionadas. Lo que es de notar no es el estrés inducido por los teléfonos o incluso las bajas tasas de natalidad. Lo que es de notar es que no hemos experimentado algo mucho peor.
Janah Ganesh - Financial Times.
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