Glenda Hernández solo hasta hace poco descubrió que en la historia de su madre y en la de ella misma yace el poder del ejemplo y el orgullo de reivindicar sus orígenes. “Vengo de El Salvador, como muchos de ustedes también sé lo que es limpiar casas ajenas, tener lo justo para la renta y que nadie te diga que eres inteligente y que sí puedes”.
La madre de Hernández vivió hasta los 16 años en un orfelinato y ella misma se quedó huérfana de padre muy temprano. Antes de decir sus primeras palabras, quien le dio la vida la dejó encargada a sus hermanas y de vez en vez “mamá Zoilita” la llamaba por teléfono. Así hasta los nueve años, cuando se reencontraron en Silver Spring.
Hernández, directora del Programa para la Educación Alternativa Temprana en Montgomery College, está en la otra orilla, en la de los profesionales exitosos y respetados, dueños de casa y con las necesidades vitales cubiertas. A nadie -creía- podía interesarle que tras esa fachada de mujer solvente y disciplinada lleva una alforja cosida con despedidas y no pocos sacrificios.
“Cuando comencé el Latina Institute Leadership les decía a las jóvenes que si una puerta se cierra, otra se abre. Una vez las invité a un encuentro en mi casa para que vieran que a mis 25 años ya era dueña de casa, eso era lo que quería que vieran. Lo que me importaba el resultado final y no de dónde vengo ni quien soy”, pensaba Hernández.
En Glenda Hernández, el presidente de Montgomery College, Jermaine Williams, depositó la responsabilidad de encabezar el grupo interinstitucional encargado de dibujar el retrato estadístico, académico y social de los latinos en esa institución educativa. Ese reporte incluyó trazos de las carencias, falta de oportunidades y ausencia de ejemplos con los que los estudiantes hispanos, que son mayoría, se reconozcan culturalmente.
Liderar esa misión fue una buena ocasión para revisitar la realidad de los estudiantes latinos y solo con escucharla se siente su empatía: son mayoría, pero no son los primeros de la clase y no por falta de inteligencia, sino porque la mochila de circunstancias sociales, económicas, familiares y del sistema es muy pesada.
Es allí cuando calza su testimonio de vida no para dar lástima, pero sí para que no se sientan solos y de alguna forma descubran que “el pasado no define el futuro” y que hay que pelear por más oportunidades, porque esas marcan la diferencia, dice Hernández, quien ha sido profesora a medio tiempo en Johns Hopkins University y consultora en otras instituciones educativas en el área de su dominio: enseñanza en equidad y diversidad en las escuelas y en educación especial.

“Esta es mi historia y esta soy yo”
“Mi madre me tuvo a los 17 años. Su madre, mi abuela, murió cuando era una niña y acabó en un orfelinato. De allí salió a los 16 años sin una educación formal. A los 19 emigró y en medio de una guerra me quedé a cargo de una tía en San Miguel”. Desde entonces aprendió las varias formas del sustantivo transición geográfica y mental: primero vivió la casa de una tía hasta que ella también viajó al norte y la niña quedó al amparo de otra tía. También hubo épocas entre vacas, caballos y gallinas, comiendo tortillas y bebiendo leche fresca en la casa del abuelo.
A sus nueve años le llegó el turno de irse. Bajó del avión acompañada de su muñeca y vestida de verano en invierno. Fue a vivir con quien desde El Salvador le habían dicho que “mami Zoilita se casó y ahora tienes papá”. Esa experiencia duró dos años, puesto que su madre y su padrastro se divorciaron.
Comenzó otro peregrinaje de habitaciones rentadas y de posada por algunos meses en la casa de una familia adinerada. “Estaba en la categoría de alumna de bajas expectativas, de eso yo me daba cuenta. Aprendía el inglés fonéticamente, eso me facilitaba el deletreo de las palabras. Recuerdo que un niño me preguntó cómo se escribe una palabra, el maestro escuchó y le dijo, ella no sabe, pregúntale a otro”.
No quiere que los maestros clasifiquen a sus estudiantes con altas y bajas expectativas y en sus talleres insiste que cuiden las palabras que dicen y también las que no dicen. Que no todos los niños tienen idea de carros, garajes, chimeneas, piscinas y vacaciones. Les enseña a encontrar fórmulas de no hacerlos sentir distintos, como le ocurrió a ella, solo por el hecho de que sus que se rajan trabajando no tienen tiempo para ir a las reuniones de la escuela.
“Son esas experiencias que hacen difícil celebrar nuestra historia, valorar nuestros esfuerzos y luchas. Nosotros somos sobrevivientes y es hora de reivindicar que eso nos define y es un mérito”, dice Hernández.
De niñera a PhD
Esos nueve meses viviendo en la casa de esa familia millonaria fueron determinantes para Hernández. Eso niños iban a clases de música, ballet y deportes y esa es la vida que quería para ella. A los 12 años se empleó como niñera y con su primer salario compró la alfombra para el saloncito que tanto deseaba su madre. “Ganar dinero y ahorrar fue estimulante. Si seguía trabajando tal vez ir al college sí era posible”, de dijo.
No quiso irse lejos de su madre y se quedó a estudiar en salud mental en Montgomery College. Más tarde en Maryland University, donde gracias a sus excelentes notas con una beca, cursó su maestría en educación especial. A su haber tenía un amplio currículo de niñera, mesera y empleada en Sears que le dieron total independencia económica.
En la universidad, el mundo se amplió más allá de Maryland. “Entre más aprendía más me llevaban a conferencias y más oportunidades para hacer un mundo un poquito mejor para ella y para esas jovencitas latinas de los colegios públicos del condado de Montgomery que no sabían que tenían un tremendo potencial, porque nadie les decía.
Ese fue el origen de Latina Leadership Institute. “En mi primera clase esperaba unas site u ocho estudiantes y llegaron 40 y por primera vez estaban frente a una maestra que era como ellas. “Que no se queden con eso de ‘pobrecita no tuvo papá y su mamá limpiaba casas’, sino que piensen en cómo podemos hacer buen uso de esas experiencias”.
Su doctorado en educación especial, con disertación sobre cómo mejorar la educación en las áreas rurales de El Salvador, vino al mismo ritmo que su madre sacó el bachillerato (GED), aprendió inglés en Montgomery College, obtuvo una licencia en bienes raíces, volvió a casarse y “mami Zoilita”, que nunca tuvo un referente maternal, es la mejor abuela del mundo para sus cuatro nietos.