Ser joven hoy no es fácil. Y no, no es solo porque "todas las generaciones se han quejado de lo mismo". Esta vez es diferente. El mercado laboral está paralizado, la inflación sigue ahogando los bolsillos y comprar una casa suena tan realista como encontrar un unicornio en la calle. ¿El resultado? Una generación atrapada en el presente, sin poder planear el futuro.
¿Lo peor? No es solo un tema de dinero, sino de confianza: la sensación de que el esfuerzo ya no garantiza nada ha dejado a muchos sin ganas de intentarlo.
La recesión económica de la Gen Z
El mercado laboral es un caos. Para los jóvenes de entre 20 y 24 años, la tasa de desempleo ha saltado al 8.3%, un nivel de deterioro que otras generaciones no han experimentado de la misma forma.
A eso se suma la parálisis en las contrataciones y la creciente amenaza de la inteligencia artificial, que está reemplazando los trabajos de entrada que antes servían como trampolín para una carrera estable.
La búsqueda de empleo se ha convertido en una odisea, y quienes logran conseguirlo rara vez pueden aspirar a un salario digno. Muchos jóvenes sobreviven en un limbo laboral donde cambiar de puesto es casi imposible, el crecimiento profesional es una ilusión y la idea de estabilidad parece cada vez más lejana.
¿Y el sueño de la vivienda? Imposible
Pero el trabajo es solo una parte del problema. ¿De qué sirve conseguir un empleo si no puedes pagar una vivienda? Los precios de las casas están por las nubes, los alquileres son absurdamente caros y ahorrar es prácticamente imposible cuando los sueldos apenas alcanzan para cubrir lo básico.
Comprar una propiedad, que antes era la gran meta de independencia, se ha convertido en un chiste entre la generación que debería estar dando sus primeros pasos hacia la adultez. Sin ahorros, sin seguridad y sin expectativas de mejora, el concepto de "planear el futuro" ha perdido sentido. El presente ya es suficientemente incierto como para pensar en lo que viene después.
La generación antisistema
A esta crisis económica se le suma otra igual de peligrosa: la falta de confianza en el sistema. Durante décadas, la idea era clara: estudia, trabaja duro y eventualmente te irá bien. Pero hoy, esa promesa se siente rota.
La meritocracia ha perdido credibilidad cuando los costos de vida superan los ingresos y el acceso a oportunidades se concentra en unos pocos privilegiados. Ante la sensación de abandono, es natural que muchos jóvenes se sientan atraídos por discursos extremos o simplemente desconecten por completo de la política y la sociedad.
Por qué esto es importante: la desilusión se transforma en apatía, pero también en rabia, y esa rabia puede convertirse en un motor de cambio… o en un peligroso caldo de cultivo para la desesperación.
Los otros intereses que no ayudan
Y mientras tanto, los líderes que deberían ofrecer soluciones parecen más interesados en peleas en redes sociales que en arreglar problemas reales. Antes, las grandes figuras empresariales construían bibliotecas y universidades.
Ahora, sus aportes más relevantes parecen ser guerras de memes y batallas ideológicas sin sentido. Sin referentes sólidos, sin modelos a seguir y sin nadie que realmente represente sus intereses, Gen Z ha dejado de confiar en las instituciones y en quienes las manejan.
Esta crisis no es solo económica. Es social, emocional y política. Gen Z no está pidiendo lujos ni privilegios, solo la oportunidad de construir un futuro que no se sienta imposible. Sin trabajo digno, sin vivienda accesible y sin líderes que ofrezcan soluciones, el futuro se vuelve algo que ya ni siquiera se considera. Y cuando una generación entera deja de creer en él, el problema no es solo de ellos. Es de todos.