En solo 24 horas, los timelines se llenaron de imágenes generadas por ChatGPT al estilo de Studio Ghibli. Elon Musk, Sam Altman, bodas, memes, incluso eventos trágicos como el 11S, todo ha sido “Ghiblificado” por usuarios probando el nuevo generador de imágenes de OpenAI.
La tecnología ya no necesita años de animación cuadro por cuadro: basta un prompt. Y mientras muchos celebran la accesibilidad creativa, otros se preguntan si esta revolución visual está dejando algo irremplazable atrás.
No se puede registrar un estilo, pero sí replicarlo hasta vaciarlo. Legalmente, el estilo visual no está protegido por derechos de autor. Eso es lo que permite que estas imágenes existan sin consecuencias inmediatas para OpenAI. Pero el debate no es solo legal: es cultural. Hayao Miyazaki, cofundador de Studio Ghibli, dijo en 2016 que la inteligencia artificial era “un insulto a la vida misma”.
Hoy, su estética puede ser replicada por millones de usuarios en segundos, algo que ni él ni su estudio controlan. Lo que está en juego no es si se infringe una norma, sino si el arte sigue siendo arte cuando cualquier persona puede generar su versión “perfecta” de algo sin haberlo creado.
La IA no está reemplazando el arte; lo está redibujando. Más que un conflicto por los derechos de autor, esto es un punto de inflexión sobre cómo concebimos lo artístico. La AI —como ocurrió con otras revoluciones tecnológicas en la historia— no solo automatiza tareas, sino que redefine qué es creación y quién tiene la autoridad para hacerla.
Para algunos, es una herramienta de acceso. Para otros, una amenaza existencial. Pero todos están siendo arrastrados por la misma ola. No se trata de decidir si la IA “debería” hacerlo, sino de reconocer que ya lo está haciendo, y que el marco ético y cultural que tenemos hoy no alcanza para responder las preguntas que plantea.