Desde que Nayib Bukele asumió la presidencia de El Salvador en junio de 2019, un relato persistente ha dominado las conversaciones sobre migración centroamericana: que su mano dura contra las pandillas ha logrado lo que otros gobiernos no pudieron, detener el éxodo de salvadoreños hacia Estados Unidos.
Esta narrativa, repetida incansablemente, se ha convertido en uno de los pilares del capital político de Bukele. Sin embargo, el análisis de los datos objetivos lleva a una conclusión distinta: sus conciudadanos no han dejado de emigrar, y tampoco hay evidencia de que muchos estén regresando por voluntad propia.
El gráfico de encuentros fronterizos, con agentes de los Estados Unidos, compilado por Jeffrey Swindle y Matthew D. Blanton nos muestra algo revelador: las tendencias migratorias salvadoreñas no son excepcionales, sino que siguen patrones similares a los de sus vecinos Honduras y Guatemala.
Fuente: https://www.bostonglobe.com/2024/08/01/opinion/el-salvador-bukele-crime-crackdown-immigration/
Las tres líneas —amarilla para El Salvador, roja para Honduras y azul para Guatemala— dibujan una coreografía casi sincronizada a lo largo de toda la década analizada. Sus ascensos, caídas y picos más pronunciados se dan con una sorprendente simultaneidad regional. No obstante, salta a la vista que la línea correspondiente a El Salvador ya no supera a la de sus vecinos. Hoy, es Honduras la que marca los picos más altos.
Cuando Bukele tomó posesión en junio de 2019, marcado por la primera línea vertical en el gráfico, El Salvador ya estaba experimentando un aumento en encuentros fronterizos, tendencia compartida con sus vecinos. Más revelador aún: tras la implementación del Estado de Excepción en marzo de 2022 —segunda línea vertical—, la disminución observada en los encuentros de migrantes salvadoreños con la patrulla fronteriza estadounidense es prácticamente idéntica a la experimentada por guatemaltecos y hondureños.
Contrario a lo que sugiere la propaganda oficial, los salvadoreños responden a los mismos factores que impulsan a sus vecinos en la región. El desempleo, la pobreza persistente y la falta de oportunidades económicas. Problemas que el gobierno de El Salvador tampoco ha resuelto de forma estructural.
Nadie puede negar que Bukele ha transformado la realidad salvadoreña en términos de seguridad ciudadana. Barrios que durante décadas estuvieron bajo el control de la MS-13 y Barrio 18 hoy experimentan una tranquilidad desconocida por generaciones. Sin embargo, este logro ha venido acompañado de detenciones arbitrarias, la suspensión prolongada de garantías constitucionales y una criminalización basada en la apariencia —particularmente contra jóvenes con tatuajes—, factores que, lejos de desalentar la migración, han generado nuevos motivos para huir del país.
Este círculo vicioso resulta especialmente trágico para los deportados Salvadoreños que emigraron hace años —muchos con tatuajes adquiridos durante su vida en Estados Unidos— ahora enfrentan una doble amenaza: la persecución por parte de las autoridades migratorias bajo la administración Trump y, al ser deportados, la presunción de culpabilidad en su propio país. Son vistos no como retornados, sino como sospechosos.
El verdadero desafío para El Salvador no es únicamente reducir la violencia pandilleril —un logro indiscutible del gobierno de Bukele, aunque alcanzado a costa de graves retrocesos en materia de derechos humanos—, sino construir un país donde los salvadoreños puedan imaginar un futuro digno. Un país donde los jóvenes no sientan que emigrar es su única salida. Un país donde el respeto al Estado de derecho y las oportunidades económicas sean realidades tangibles, y no promesas eternamente aplazadas.
El Salvador no es excepcional. Sus ciudadanos siguen votando con sus pies, emprendiendo el peligroso camino hacia el norte en números proporcionalmente similares a sus vecinos, revelando que la verdadera solución al desafío migratorio sigue siendo esquiva, incluso para el gobierno más popular de América Latina.