Donald Trump siempre se ha vendido como el maestro del acuerdo. En The Art of the Deal, su autobiografía más célebre, dejó claro que su talento especial no era escribir poesía ni componer sinfonías: su arte, decía, era hacer tratos.
Y si algo ha dejado claro en su regreso a la Casa Blanca, es que sigue creyendo que gobernar no es muy distinto a negociar la venta de un rascacielos. Pero el mundo real —ese que no se rige por cláusulas contractuales ni llamadas improvisadas a CEOs— le está demostrando que su viejo truco ya no deslumbra tanto.
Trump 2.0 llegó con la promesa de desbloquear conflictos y reactivar la economía global con una avalancha de acuerdos. Pero pronto quedó claro que su visión empresarial del poder no encajaba del todo con los límites institucionales y la complejidad de la geopolítica.
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Al fin y al cabo, cuando el producto no es un edificio sino la soberanía de un país o la estabilidad de una región, no hay apretón de manos que lo solucione todo.
China no firma tratos por teléfono. Uno de los pilares del retorno de Trump fue su renovada cruzada comercial contra China. Retomó su discurso duro, impuso tarifas altísimas —hasta del 145%— e insinuó que una llamada rápida con Xi Jinping bastaría para que Pekín cediera. Pero China no se dejó intimidar.
De hecho, no se dejó ni llamar. Las respuestas de Beijing fueron tan formales como firmes: si Washington quería negociar de verdad, debía dejar de presionar y sentarse a conversar “en condiciones de igualdad y respeto mutuo”.
El modelo de negocio de Trump, basado en presionar hasta que el otro ceda, simplemente no funcionó. Y mientras tanto, el daño colateral se sintió en los mercados, las pensiones y las cadenas de suministro de su propio país.
Ucrania no se vende ni se alquila
Si el caso de China dejó a Trump frustrado, el de Ucrania parece estar sacándolo de sus casillas. Desde el principio, ha prometido una solución exprés al conflicto con Rusia —incluso llegó a decir que lo resolvería en 24 horas—, pero la realidad ha sido mucho menos colaborativa.
Zelensky no quiere firmar un trato que implique ceder Crimea ni legitimar las conquistas rusas. Trump, por su parte, ha intentado presionar como si se tratara de una compra inmobiliaria: ofrecer “paz” a cambio de rendición. No ha funcionado. Y peor aún: su aparente empatía con Putin y su voluntad de negociar bajo los términos del Kremlin le ha restado credibilidad tanto dentro como fuera de Estados Unidos.
Negociar sin leer las letras pequeñas. Parte del problema es que Trump parece aplicar el mismo guion sin importar el escenario: se planta, amenaza, insinúa una retirada, espera la llamada del otro lado y se declara ganador incluso si el trato no existe. Pero los líderes globales no son contratistas.
Xi no responde bien a las humillaciones públicas, Zelensky no puede venderle su país a cambio de estabilidad, y los aliados europeos no están dispuestos a tragarse el paquete de carne estadounidense con hormonas solo para calmar a Trump. En resumen, no es que no haya acuerdos posibles: es que no todos se firman con el estilo agresivo y teatral que él domina.
¿Y si el arte ya no impresiona? Lo irónico es que, mientras la Casa Blanca insiste en que la estrategia funciona —mostrando listas de supuestas inversiones y “puertas abiertas”—, el mundo parece menos convencido.
El número de acuerdos reales cerrados sigue siendo bajo. Las tensiones con socios tradicionales aumentan. Y en el frente interno, la promesa de acuerdos mágicos empieza a sonar más a eslogan que a plan. Incluso algunos empresarios que antes lo respaldaban ya no esconden su preocupación por los efectos colaterales.
Al comienzo de el arte de negociar, Trump escribió que, mientras otros pintan con belleza o escriben poesía maravillosa, "los acuerdos son mi arte". Hoy, más de cien días después de su retorno al poder, su obra maestra todavía no aparece. Y el mundo, que alguna vez lo miró con fascinación (o temor), se pregunta si su pincel no se ha quedado seco.